
“Somos menos ignorantes en la medida en que
reconocemos que aún hay cosas que ignoramos.”
Esta frase no es un juego de palabras. Es una puerta abierta a una conversación que la sociedad dominicana, y quizás el mundo entero, necesita tener con urgencia. En tiempos donde abunda la información pero escasea la comprensión, admitir nuestra ignorancia no es una señal de debilidad: es un acto de lucidez.
Vivimos en una era marcada por la inmediatez y el exceso de certezas superficiales. Opinamos de todo, sin contexto. Repetimos titulares, sin verificar fuentes. Reaccionamos más que reflexionamos. Y, sin embargo, detrás de esa apariencia de sabiduría colectiva, muchas veces lo que hay es un miedo profundo a no saber. A parecer “menos”. A no tener la última palabra.
Pero lo cierto es que nadie lo sabe todo, y los más sabios son precisamente los que lo reconocen. Como lo expresó con claridad el filósofo griego Sócrates hace siglos: “Solo sé que no sé nada.” Una afirmación que no refleja ignorancia, sino la más alta forma de inteligencia: la humildad de quien comprende lo vasto del conocimiento y lo limitado de su propia mirada.
El problema no es no saber, es creer que ya lo sabemos todo
Ignorar algo no nos hace ignorantes. El problema surge cuando nos cerramos al aprendizaje, cuando despreciamos la posibilidad de escuchar, de preguntar, de volver a empezar. La arrogancia intelectual ha sido una de las grandes barreras del desarrollo humano. Países, líderes, instituciones e incluso familias han fracasado por no tener la humildad de reconocer que estaban equivocados o que no lo sabían todo.
Aceptar que aún ignoramos muchas cosas no nos debilita. Nos humaniza. Nos conecta con la posibilidad de crecer, de mirar el mundo desde otra perspectiva, de construir puentes en lugar de muros.
Ignorancia selectiva: el peligro de “saber” solo lo que conviene
En nuestro contexto local, muchas veces confundimos educación con escolaridad. Creemos que saber leer y escribir, o tener un título universitario, nos exime de la ignorancia. Pero la ignorancia más peligrosa no es la del que no fue a la escuela, sino la del que cree que ya no necesita aprender nada más.
Ignoramos cómo viven otras personas fuera de nuestro círculo. Ignoramos los efectos reales de nuestras palabras en redes sociales. Ignoramos nuestra historia, nuestra identidad, nuestra cultura. Ignoramos —y esto es lo más delicado— que también somos responsables del país que ayudamos a construir con cada acto cotidiano.
El valor de la humildad intelectual
La verdadera sabiduría comienza cuando somos capaces de decir: “No sé, pero quiero aprender.” Cuando dejamos de aparentar saberlo todo y nos abrimos a escuchar. Cuando miramos al otro no desde la soberbia, sino desde la curiosidad. Cuando no usamos nuestro conocimiento para exhibirnos, sino para construir.
En educación, esto implica formar estudiantes críticos, no repetidores. En política, líderes que consulten antes de imponer. En los medios, periodistas que investiguen antes de opinar. En la vida cotidiana, ciudadanos que lean antes de compartir, que duden antes de juzgar, que pregunten antes de asumir.
¿Y si comenzamos por ahí?
¿Qué pasaría si nuestros espacios de conversación —escuelas, universidades, hogares, redes sociales— empezaran desde el reconocimiento de lo que no sabemos? Si habláramos menos desde la trinchera y más desde la búsqueda. Si el orgullo no estuviera en tener siempre la razón, sino en tener siempre el deseo de aprender.
La entrada Reconocer lo que ignoramos: un paso hacia la verdadera sabiduría se publicó primero en Periódico EL JAYA.
Fuente: santiagodigital.net