
En la cotidianidad de nuestras sociedades, una amenaza silenciosa se cierne sobre la convivencia y el desarrollo: el fanatismo político y religioso. Esta peligrosa combinación, que ha sido el motor de conflictos históricos de gran magnitud, continúa representando un riesgo latente para la estabilidad de las naciones. La intolerancia, disfrazada de fervor ideológico o espiritual, ha servido como chispa para guerras, divisiones, crisis, e incontables muertes que han marcado la historia de la humanidad.
El fanatismo, sin importar su origen, no conoce límites ni razones. En nuestros propios entornos, es fácil encontrar personas que defienden con pasión desbordante sus creencias religiosas y, al mismo tiempo, asumen posturas políticas inflexibles, cerrando cualquier espacio al debate. En lugar de fortalecer el tejido social, esta actitud lo fragmenta, instaurando una visión absolutista que relega la tolerancia y el respeto por la diversidad de pensamiento a un segundo plano.
Pero este problema no es exclusivo de los grandes escenarios de la geopolítica mundial. En el ámbito local, la polarización generada por el fanatismo se traduce en conflictos entre ciudadanos, manipulaciones, descalificaciones, luchas de intereses personales y una creciente incapacidad para dialogar. La imposición de ideologías inflexibles convierte la convivencia en un terreno hostil, donde la prioridad no es comprender al otro, sino derrotarlo en una lucha sin tregua.
Frente a este panorama, urge apostar por la educación, el pensamiento crítico y el respeto mutuo como herramientas fundamentales para desactivar esta bomba de tiempo. Solo una sociedad consciente, abierta al diálogo y dispuesta a aceptar la pluralidad de ideas podrá avanzar hacia un futuro de paz y desarrollo.
Ser político exige compromiso y vocación de servicio, mientras que la conexión con Dios requiere humildad y sinceridad. En ambos casos, el extremismo es un camino peligroso que solo conduce a la división y el estancamiento.
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Fuente: santiagodigital.net